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Ta yiobiendo 

Los gritos de las guacamayas alborotan a los niños que las ven alzadas en lo alto del pepo, la que produce unas paraparas bien negritas y redonditas para jugar a las metras. 

Los loros envidiosos también empiezan a gritar, chillando con gran algarabía. Éstos más sabidos llaman a las cosas pon su nombre, imitan a los perros y a los gallos, silban, imitan el tono de la campana que llama a los niños al salón, piden alimento y se burlan de todo con una risa franca y jocosa.”Ja, ja ,ja. Y el unísono de gritos y jolgorio de niños y aves, es detenido por el ruido de un trueno que ha espantado a la alegría, dejando todo en silencio. 

Otro sonido estridente, esta vez es el triángulo que campanillea su sonido acompasado, acompañado con la voz del maestro, que llama a todos bajo el dintel de la puerta. 

“Niños, niños. Vuelvan al salón, se terminó el recreo. Hay que entrar rápido que va a llover”. 

Los Loros imitan el sonido de la campana y la voz del maestro, y añaden con movimiento de alas. ” Esta lloviendo, esta lloviendo”. 

La fuerte brisa levanta las hojas secas y mucho polvo, que se mete por los ojos. 

De nuevo el maestro repite. “Niños, niños. Rápido que se mojan”. Y al terminar éstas palabras, se desató un diluvio. El estruendoso ruido no dejaba oír las nuevas palabras del maestro. Los niños se sentaron en sus pupitres a esperar las nuevas señas. 

El techo de la escuela esta partido en dos aguas; una parte nueva y la de siempre. Un techo de paja todo remendado, el primero, cuando los terrenos eran de la finca. Esta esta en la parte este, por donde entra el sol bien tempranito, se mete por los grandes ventanales mostrando rayos rebolones llenos de partículas que se hacen visibles con la luz. La parte oeste es de caña brava y otros ventanales un poco más pequeños y hay que pararse para ver a los árboles de mangos llenos de fruta que nos invita a comer, árboles que hacen sombra y donde hay unas cuerdas a modo de mecedora donde los niños se columpian de lo lindo. 
Aquí también se logra ver al mono haciendo brincos y jugar. Esta atado a unas ramas y logra asomarse como los loros al salón, poniendo una cara de atención a todo lo que se comenta allí dentro. 

La parte nueva del salón es de lámina, y es la más caliente cuando se hace mediodía. Ahora tenemos dos salones en uno y el maestro se divide en dos personas al tratar de enseñar a unos y a otros. 

Dos amplios pizarrones, en uno miles de letras y de números, miles de figuras y de nombres que fueron escritos, y borrados en su piel. 
En el otro, se anotan varios grados en uno solo. Sumas, restas, quebrados y números por montón, decimales y el diablo para los niños, la famosa división. Para ellos multiplicar es muy fácil, estudiar la tabla y repetir como los loros de afuera que en las tardes de lluvia corren a guarnecerse en el salón y entonces se forma la algarabía y la repetición. 
“Uno por uno, uno. Uno por dos, dos. Dos por dos cuatro y tres por tres nueve”. El loro repite con los niños y mueven la cabeza como un director que lleva con su varita a la orquesta. 
Cantan de nuevo. “Tres por tres nueve, cuatro por cuatro diez y seis”. 

Las guacamayas no son duchas en matemáticas, solo se limitan a gritar. 
Afuera la brisa pasa rauda, parándose en los árboles frutales de las haciendas, y cuando los niños no están jugando en las ramas, arranca hojas y frutas, y hace de ellas unos acróbatas dándoles piruetas de mariposa, y toma las frutas que caen al suelo de un solo tirón haciendo un ruido de piedra al caer al pajón. 

El maestro, había venido de lejos, tal vez cruzando mares y allende tierras. Importado, para hacer una labor prosélito, enseñar y educar, transformar y variar. Progresar. 
Y así el maestro va instruyendo a los niños y aprendiendo con todos a convivir. 


El muy orondo se acerca al pizarrón. 
“Vamos a conjugar un verbo”. Llover dice. 

Y escribe en el pizarrón 

Ta yiobiendo 

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