Monicongo
ARTURO MICHELENA
Estudio de Vara Rota
1895 circa | óleo sobre tela | 35 x 24 cms.
Monicongo
El sudor rodaba por el cuerpo, y empapaba nuestras ropas, se metía entre los ojos, inundaba la frente y nos mojábamos entre ese calor abrasador. Parecía que estuviésemos bajo una ducha. Caminar entre el monte, sintiendo las espinas de los arbustos que nos rozan y se adhieren a los vestidos y arañan los brazos, arbustos que hacen una pared inexpugnable y a los que hay que rodear. Arbustos que forman raíces que nos hacen tropezar a cada paso, lianas rastreras que pareciera que se ataran a nuestros pies y nos impidieran seguir avanzando. El sol, pica, arde, nos quema y hace que nos enjuaguemos más en sudor.
Se manifiesta la sabana de monte corto y hojas aserradas, que nos roen la piel y el bosque fresco, donde descansamos del abrasador sol, entrando a un microclima agradable. Caminamos entre grandes árboles de bijao y maleza alta.
Y allí estaban sus marcas. Las huellas de sus minúsculas patas y las garras que se dibujan en el pantano como un negativo, estáticas y presentes en el tiempo, señalando la dirección de su andar en el camino pantanoso. Huellas sinuosas que ora ven los perros sintiendo el almizcle que los hace latir y correr tras una posible presa.
La emoción los embruja y van ansiosos tras las huellas que los conducen al río, allí olfatean la orilla y se lanzan al agua cruzándolo. No abrimos en abanico, haciendo un triángulo, preparándonos con nuestras armas y ver el animal aparecer en cualquier instante.
Los perros aúllan frenéticos, su balbucear es un canto que se oye desde lejos. Pero nada, falsa alarma, se pierde el rastro, o es un rastro viejo.
Entramos al río que venía algo crecido. La noche anterior llovió muy fuerte en las montañas y el agua bajaba turbia y con algo de corriente. Se veía en las orillas la señal de la crecida, el monte aplastado por las fuerza del agua y los troncos de árboles que son arrastrados, y algunos de ellos que quedan entre los meandros mostrando sus raíces .
El agua del río nos refresca, va subiendo por entre las piernas, llega a la rodilla y sube un poco más, haciéndonos caminar pesadamente y pelear con la corriente.
Cruzamos el río y caminamos por la otra orilla, allí seguimos un nuevo rastro, que nos metía en el bosque, que se abría como una gran catedral, fresca y oscura, llena de árboles de gran envergadura que cubrían una gran extensión de terreno con sus ramas, como un gigantesco paraguas. Las abejas revoloteaban, salían de una abertura de un gran palo seco, las sorteamos con rapidez. El indio marcó el sitio, para volver después preparado a robar la miel. Al salir del bosque, entramos a otra sabana donde una vorágine de pegones nos asaltó, nos cubrimos la cabeza, dábamos manotazos al aire, ellos se metían entre las ropas, en el vello de los brazos, entre las correas del reloj, donde se les ocurriera, nos hicieron salir casi en carrera del sitio.
A lo lejos un perro latía, con su característico canto de perro cazador, un lánguido lloriqueo, largo y tedioso, para de pronto irrumpir en otro mas corto y continuo. El indio comenta que el perro se ha equivocado de presa y que se ha entusiasmado por otro animal, probablemente un lagarto o un picure.
Por ser invierno los arroyos se han multiplicado en este largo caminar dentro del llano, entrando en mucho de ellos casi rodando en sus pantanosas orillas, y alguno de ellos llenos de tembladores, según decir del indio que nos acompaña. Las raíces de los árboles y las lianas nos ayudan a entrar y salir de ellos, siempre siguiendo un rastro que el indio y el negro tenían visitado y actuando como si fuesesn dos perros más,continuaban reconociendo.
Llegamos a un sitio con muchas huellas de animales, una de zorrillo, sintiéndose su característico olor, otra de oso hormiguero, viendo sus garras tan precisas en el pantano, parecía que iba en veloz carrera y unas últimas del los inefables picures.
El calor, el continuar monótono en el andar en el bosque, en la sabana , el cruzar riachuelos, de nuevo la sabana , otra vez el bosque y de allí al río una vez y otra, las espinas, la selva, todo nos detiene, y merma mis fuerzas y el cansancio se hace sentir.
Regresamos de nuevo al río, ya caminaba como robot dentro de sus aguas, cruzamos tantas veces que las piedras se metieron en las botas y el cuero de ellas se sentía baboso , pensaba que las iba a perder, a veces nos enterrábamos en el pantano de la orilla casi hasta la rodilla, como si fuese una arena movediza.
Agua, sudor, calor, espinas, insectos, que picaban y zumbaban entre los oídos, que venían a contarnos historias de sangre, insectos ávidos que se dejaban aplastar bobamente en nuestra piel.
Al fin debajo de un gran y frondoso árbol, vimos muchas impresiones, huellas que rodean el tronco y mas allá. Entre las sobresalientes raíces, se ven aberturas que son como cuevas, y en el tronco hay una grande donde un perro puede meter la cabeza.
Un perro de detiene a olfatear en una de las aberturas entre las raíces y mueve sus patas delanteras como queriendo escarbar. Llaman a otros perros, los azuzan, los silban, le hacen gestos, y estos se tornan inquietos, sus ojos se notan atentos a cualquier movimiento, sus cabezas giran alrededor, miran o todos los lados pero no ladran, todo es silencio, solo el murmullo del río que está muy cerca de nosotros.
De pronto un celaje, una gran mancha parda sale de entre una estrecha cueva que está debajo de unas raíces. La mancha corre desesperado directo al río. Todos nos quedamos estáticos por la sorpresa, por casi unos segundo, y rápidamente la reacción: la acometida de los perros que se tornan frenéticos, toda una actividad, la persecución, todos seguían con un gran alboroto, el indio el gordo y el negro corren detrás y se lanzan al río junto con los perros, el animal parece perdido sumergido en las aguas.
El gordo corrió aguas abajo a ver si lograba ver algo, lo otros buscaban entre el charco. Como un gran atleta atravesando una piscina se veía la silueta del animal, que braceaba bajo el agua. Un perro intuyó y lo siguió era como ver una sombra que se va diluyendo.
Viendo todos la huida, corrieron río abajo, donde logro desaparecer de nuevo, se mimetizaba en las aguas. Lo buscamos entre la orilla, las aguas turbias lograban ocultarlo, de pronto se dejo ver de nuevo, una mancha oscura en el agua, su astucia es digna de premio, se escondía entre las piedras de la orilla, lograron asirla a una pata trasera, se volvió para morder a la mano que la sujetaba, y la hoja cortante de un afilado machete, logró aplacar si furia.
Eran una hermosa lapa de más de cinco kilos..
Y así después de casi cuatro horas de caminar, por estos andurriales, mojados , sudados, cansados, nos queda la alegría de poder saborear la carne muy apreciada de nuestra presa.
Lapa: Carpincho, paca, guardatinaja,(roedor). Stictomys sierrae Familia Cavidos.
Nota: Animal a punto de extinción, por su descriminada caza
4 comentarios
Luis Herández -
Me gusta mucho este relato, cada detalle me sumerge un poco más en la historia, el primer párrafo me recordó un poco a la experiencia de ayer y hoy. Sudor a chorros, como regadera...
anonimo -
maria -
soniiiii -